miércoles, 16 de mayo de 2012

CONFLICTO CULTURAL ENTRE ESPÍRITU OBJETIVO Y SUBJETIVO EN SIMMEL

CONFLICTO CULTURAL ENTRE ESPÍRITU OBJETIVO Y SUBJETIVO EN G. SIMMEL


  
Introducción

En este trabajo se pretende desarrollar, teniendo en cuenta que no pocos autores han destacado a Simmel como uno de los pensadores  característicos de la modernidad, y esto porque sus reflexiones han atravesado con su  influencia gran parte del pensamiento del siglo XX. Esta trascendencia de las ideas de  Simmel se debe, como ya hemos discutido en clase, a que expresan genialmente la inquietud de  la modernidad, a saber: el destino de la cultura occidental, su expansión y  transformaciones, y su repercusión en la fibra íntima de la sociedad; los individuos. De aquí que se plantee la importancia que tiene la cultura en la teoría de Simmel.
Simmel desarrolló una particular visión respecto a las transformaciones culturales que lo llevó a plantearse en términos críticos el optimismo cultural de la Ilustración, mucho antes que corrientes filosóficas como la Escuela de Fráncfort. Para comprender la visión cultural es necesario partir desde una revisión de lo que Simmel entendió como cultura.



CONFLICTO CULTURAL ENTRE ESPÍRITU OBJETIVO Y SUBJETICO EN SIMMEL

La desazón por la libertad del espíritu individual en la sociedad fue un tema reiterado de los primeros filósofos de la modernidad, así, ya Rousseau, Kant y Hegel entre otros, se habían planteado el problema de la incorporación del sujeto en una espiritualidad más alta, colectiva, comunitaria. Esta adhesión, para nada sencilla, era afrontada con el pensamiento romántico de la época que vio nacer en él, una y otra vez, los intentos filosóficos que buscaban ensalzar un individuo-sujeto que conservara la consolidación de los ideales progresistas del iluminismo occidental.

En un primer lugar, podríamos decir que para Simmel la cultura puede definirse por el acto de cultivar pero no tanto en su sentido natural, es decir, en el desenvolvimiento causal de fuerzas que habitan en el interior de un ser determinado (como sería por ejemplo el caso de las plantas) sino que, entendiendo cultivar como la antesala de la consumación de un Ser, tanto de su núcleo interno como de las interacciones con nuevas injerencias teleológicas con las que éste entra en contacto, con las que el Ser se expone y se altera. De acuerdo a esto, la cultura debe ser entendida también como una consumación del hombre, pero no cualquier consumación, sino aquella que sirve como medio para la formación de una unidad global anímica y juntamente para el desarrollo de la totalidad interna.

Esta idea primaria de cultura, que reúne tanto al sujeto como al objeto (lo que lo rodea, su exterior), que engloba interioridad y exterioridad, puede, no obstante, separar, a juicio de Simmel, en una doble expresión de la cultura, la de cultura objetiva y la de cultura subjetiva. Por cultura objetiva Simmel entenderá aquellas manifestaciones que las personas han producido, lo que Mannheim “llama las regulaciones y organizaciones, que con lo cultural se nos suelen presentar como instituciones”, mientras que por cultura subjetiva se referirá a “la capacidad del actor para producir, absorber y controlar los elementos de la cultura objetiva para si”. Es en la relación histórico-social que establecerán estas dos formas de la cultura, precisamente, donde se experimentará la tensión y el conflicto, puesto que si bien la vida engendra ciertas estructuras en las que encuentra expresión, en concreto, las formas de su consumación y manifestación , estos productos de los procesos de la vida disponen, desde el instante de su surgimiento, una existencia propia y ajena al ritmo de la vida del individuo, desarrollando entonces una lógica, una regularidad, una cierta rigidez e independencia muy alejadas de la dinámica espiritual que las creó.

Vemos que en el desarrollo de la cultura objetiva, producto del cultivo individual, se da una separación con respecto al propio individuo que termina finalmente por trascenderle y que guía a un desarrollo histórico que va en dirección de diferenciar cada vez más las realizaciones culturales objetivamente creadoras, de la situación cultural de los individuos. En esta diferenciación progresiva se fundan las grandes disonancias de la vida moderna, puesto que el acelerado y continuo desarrollo del espíritu objetivo encarnado en las formas culturales termina por asfixiar al individuo al hacer más limitada su capacidad para utilizar este material para el cultivo personal.

Basta tan solo mirar a nuestro alrededor para comprender hoy mucho mejor la preocupación simmeliana por la cultura subjetiva y su futuro; programas computacionales y tecnología de punta que invaden nuestra vida diaria, multiplicación de flujos de información y comunicación que traspasan las barreras espaciotemporales, aumento de los procedimientos burocráticos- legales de control y administración de lo social en la vida cotidiana, etc., nos permiten comprender cómo, al enfrentar lo social, el individuo tiene cada vez una menor posibilidad de cuestionarse los objetos que lo rodean y su funcionamiento y cómo este desconocimiento no sólo se da con respecto a los elementos que nos rodean; “las resistencias que lo moderno opone al natural impulso productivo del hombre están en una mala relación para con sus fuerzas”,  también nuestra vida espiritual, interna y comunicativa está llena de construcciones simbólicas en las que hay almacenada una espiritualidad enorme, de la cual el espíritu individual no hace sino aprovechar una mínima parte. Así, a través de una producción constante de nuevas formas culturales se va manifestando la vida, pero ésta no se puede expresar a no ser en formas que son y significan algo por sí, independientemente de ella, de tal modo se forja la contradicción “auténtica y continua” de la “tragedia de la cultura” moderna.

Los bienes que el hombre va creando constantemente -en crecimiento ascendente- le dejan de ser útiles puesto que al convertirse en algo meramente objetivo, en algo existente y dado de un modo real, el individuo, el Yo, ya no los puede abarcar y captar, es decir, la aparente interiorización que la cultura nos promete lleva siempre aparejada, en realidad, una especie de autoenajenación. Los escritos de Simmel se entiende más bien que el desarrollo del espíritu subjetivo de la cultura puede lograrse sólo si reconoce, asume y hace propio lo que encarnan las objetivaciones culturales, condición que puede alcanzar si le resultan reconocibles y afines. El destino de la cultura moderna está, entonces, abierto a la oportunidad de prevalecencia de la cultura subjetiva, en una aparente dialéctica que no necesariamente encuentra su síntesis en el ocaso inevitable y agónico de una sumisión progresiva del espíritu subjetivo en la cultura objetiva.

El conflicto entre el espíritu objetivo, (impersonal y general) y el espíritu subjetivo (en su especificidad), es aquel al que sólo la ciudad puede dar lugar; porque, como bien se ha señalado, el proceso de objetivación descrito por Simmel ocurre en “un contexto específico, pero da cuenta del fenómeno que está al centro de la condición moderna, cual es el encuentro violento entre el mundo interno del individuo y el mundo externo” (Palacios 2005), encuentro que es imposible concebir  fuera de las grandes urbes modernas que constituyen la consagración de los procesos de industrialización y los ideales de progreso de la modernidad. De aquí que para Simmel la esencia de la modernidad está en la interpretación de la experiencia y la incorporación realizada por el individuo del flujo y ritmo del mundo externo y con ello, la experiencia de la modernidad se vuelve presente inmediato; el habitante de la gran ciudad ya no puede escapar de ella ni posponerla porque la ha incorporado a su respiración. <El trazo magistral en su descripción consiste en que expresa el aislamiento sin esperanza de los hombres en sus intereses privados>.

La observación de Simmel le permitió observar como la vida citadina se caracteriza por un tipo de individualidad urbanita acechada por un acrecentamiento nervioso producto de los rápidos e ininterrumpidos intercambios de impresiones internas y externas a los que el individuo se ve expuesto. Ante estos múltiples y veloces estímulos sensoriales que lo afectan el urbanita “se crea un órgano de defensa que remite al entendimiento y, por ende, a la conciencia, es decir, al desarrollo de un preservativo de la vida subjetiva frente a la violencia de la gran ciudad. “El Flaneur es para Poe sobre todo ése que en su propia sociedad no se siente seguro”. De aquí se deriva un “fenómeno anímico” constituyente de la vida urbana, a saber, la indolencia. Esta última es consecuencia también de los diversos estímulos nerviosos que “se mudan rápidamente y se apiñan en sus opuestos” ante los cuales se produce un embotamiento y las cosas se terminan percibiendo como nulas, opacas. Este sentimiento sería el fiel reflejo subjetivo de la economía monetaria completamente triunfante, puesto que es el dinero el que opera socavando el valor específico. Esta indolencia no sólo termina por desvalorizar todo el mundo objetivo sino que también la propia personalidad. Además es este “apartamiento indolente” una de las principales formas de socialización dadas en la urbe moderna. <en el mercado del trabajo intelectual aparecen mas hombres de los que necesita la sociedad para sus funciones intelectuales. Pero la verdadera importancia de este exceso no esta solo en la desvalorización de las profesiones espirituales, sino en la desvalorización del espíritu mismo en la opinión publica>.  Según Benjamin, el exceso de oferta de intelectuales  hace caer el valor de los intelectuales y del espíritu del mismo.

Llegados a este punto crucial de la caracterización del urbanita realizada por Simmel, nuevamente encontramos similitudes con la lectura del paseante urbano que, desde Baudelaire, realiza W. Benjamin “el flaneur, el paseante en la multitud, va de un anaquel a otro, sin comprar nada, el bazar es su última comarca. Es un “abandonado en la multitud. Y es así como comparte la situación de las mercancías le penetra venturosamente como estupefacción que le compensa de muchas humillaciones. La ebriedad a la que se entrega el flaneur es la de la mercancía arrebatada por la rugiente corriente de los compradores. En los tiempos florecientes del Segundo Imperio los comercios de las calles no serraban antes de las diez de la noche. Era el esplendor del noctambulismo. <El hombre>, escribió Delvau en el capitulo de sus Heures parisiennes dedicado a la segunda hora después de media noche, <debe descansar de cuanto en cuanto; pero no tiene derecho a dormir>”.   

Esta descripción de Benjamin es crucial puesto que  nos muestra una nueva arista de la vida urbana y del hombre moderno, a saber, los pasajes comerciales como símbolo del mundo de la mercancía, del capitalismo en la época del consumo de masas, de la mercancía y su valor fantasmagórico desde la perspectiva ya del consumo y no de la producción. Este vuelco es trascendental y constituye otra característica más que se le debe a la obra de Simmel que, con anterioridad a Benjamin, produce un verdadero cambio de paradigma, fundamental y significativo para un análisis distinto de la modernidad y el papel que en esta juega la economía monetaria: El secreto del fetichismo de la mercancía ya no reside, como en Marx, en la esfera de la producción, sino que se traslada a la del consumo. Ya no se trata tanto de la alienación del individuo en el trabajo sino de analizar la alienación producida por el consumo masivo de mercancías. El fetichismo de la mercancía se traslada desde el productor al consumidor.

De esta manera, vemos como Simmel fue también visionario al trasladar la preocupación de la investigación teórica y empírica a la esfera del consumo como eje central de la economía monetaria, su consagración en la gran ciudad y su posterior expansión a través de los distintos recursos tecnológicos y de comunicación masiva, dotando de una actualidad evidente sus planteamientos. Así, el proceso de objetivación de la cultura y los valores personales se completa, con la movilidad impersonal e independiente de las mercancías, que alcanza su apogeo en las máquinas expendedoras y en las tiendas.

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Salvador Mas Torres. Simmel o la autoconsciencia de la modernidad.
G, Simmel. De la esencia de la cultura.
Mannheim, Karl. El hombre y la sociedad en época de crisis.
Benjamin, Walter. Poesía y capitalismo, ilusiones II


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